Stefan is also the founder of Carrison
and Cocodrilo Productions

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Stefan también es el fundador de
Carrison
y Cocodrilo Productions

Lo siento


Vítor Baía salió y consiguió rechazar el tiro. Sin embargo, fatalidad, el balón rebotó en la cara de Alfonsito, Alfonso Pérez Muñoz, y entró llorando en la portería. Se me encogió el corazón. El Betis se ponía por delante en la final del Bernabéu, 1997. Alfonso, Finidi, Jarni. Guardiola, De La Peña, Figo.
Yo era un barcelonista más, tenía trece años.



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En efecto, soy uno de tantos españolitos que es del Barça o del Madrid.
Tengo la excusa de haber nacido en Barcelona, cierto, pero la verdad es que me crié en Alicante y que el Hércules siempre me dejó indiferente. Yo me enamoré del equipo blaugrana a principios de los noventa y ya no hubo vuelta atrás. Todavía recuerdo a mi padre decirme aquello de “no es normal que el Barça gane 4 ligas seguidas, estás viviendo una época dorada”. Tenía razón: el Dream Team se fue a pique poco después y aprendí lo que era sufrir en la derrota.

Pasaron los años, mis amigos eran merengues o culés salvo algún valiente del Atleti, del Dépor o del Valencia. Yo seguí a lo mío, tot el camp es un clam, Gaspart, Van Gaal y el Madrid ganando Champions en años pares. Nos dábamos la brasa unos a otros, comentábamos las jugadas dudosas, quedábamos para ver los “partidos del siglo” –valiente estupidez periodística– y las temporadas iban cayendo, una tras otra. Yo era un buen aficionado, pero moderado. Una mezcla de racionalidad y pasión, juego limpio y ambición. Como tiene que ser, me decía. Rabietas discretas cuando perdíamos, euforia con las victorias, nervios, debates, ídolos, pachangas, transistores. Fútbol a todas horas.

Y allá por 2004, ya en la universidad, conocí a David.
Daví pa’ los amigos.

Si no fue su primera frase, fue la segunda: soy del Betis.
Sin rodeos, sin complejos. Sin ningún tipo de agresividad, sin ser un desafío, un test o una declaración de intenciones: me dijo esas palabras como quien te invita a tomarte una caña en un local nuevo. Pasa hombre, ya verás cómo te gusta, la primera la pago yo.

Se notaba que llevaba a su equipo en lo más profundo de su corazón y, sin embargo, me di cuenta muy rápido de que sabía hablar de fútbol. Racionalidad y pasión elevadas a la enésima potencia. Se podía charlar del juego y disfrutar con su punto de vista. El punto de vista de aquel que vive una final por lustro, con suerte, y que no tiene tiempo ni ganas de dedicarle ni medio minuto a las riñas y chiquilladas absurdas entre los dos gigantes nacionales. Una perspectiva única y lucida del que sufre y disfruta del juego a la par. Unos comentarios siempre irónicos, empapados de ese desparpajo andaluz que me estaba cautivando.

Joder con el bético, qué metido lo tiene dentro y qué bien lo cuenta. ¿Me estaré perdiendo algo?

Nos hicimos amigos, me contó cómo su vida estaba ligada al club verdiblanco. Cómo el Betis, ese equipo al que yo apenas prestaba atención, era un mundo por descubrir:
-“¡Pero si nunca ganáis nada!
-Cada partido es único. Ganas, pierdes, pero cuanto más sufres, más disfrutas cuando ganas.
-No fastidies, la gracia está en las copas.
-Illo claro, las que me tomó en el pre-partido. Y el partido. Bueno, ¡y el post-partido!
-Va, en serio, seguro que sigues a algún otro equipo.”
Aquí se puso serio:
-“Ser del Betis es más que ganar o perder. Ser del Betis es un fin. Ganar es la hostia, o debe de serlo, jaja, pero jugar, defender esos colores, animarlos, es algo que no requiere premio: el premio es ser capaz de sentirlo. De vivirlo. No lo entiendes. No has estado en ese estadio. No has vivido un derbi. Un día te llevaré y empezarás a comprenderlo: ser del Betis de corazón es, es… lo más grande que hay.”

¡Que me lleven los demonios si este chaval no sabe disfrutar del fútbol más que yo pese a no cantar el alirón casi nunca!

En efecto, ese chico estaba rompiendo mi lógica. Un credo inmutable durante toda mi infancia y adolescencia que se resquebrajaba: ganar es el fin, animar es el medio. Ahora resultaba que no: animar era el fin, ganar ya tenía que ser acojonante. Y hasta entonces, hasta que llegara la ansiada victoria, a besar el escudo y a apretar los dientes.


Y aquí estamos, en 2012. Tengo veintiocho tacos de almanaque y vivo en Finlandia. No tengo tele en casa –ni maldita la falta que me hace– y sigo siendo del Barça. Disfruto con Messi, Iniesta y Xavi. Tot el camp es un clam, y las dos últimas Champions las ganamos en años impares.

Sin embargo, algo ha cambiado desde que conozco a Daví: todavía uso la Visa Betis que me saqué en Alicante –las cajeras de Helsinki me miran raro– y salgo a correr con la camiseta oficial –demasiado ceñidita, por cierto– que él me regaló. Al cruzarme con alguna noticia o tertulia blanquiverde me acuerdo de él. De ellos. De todos ellos, orgullosos y leales, que suspiran semana tras semana cuando la pelota no entra o sacan pecho si las cosas salen bien dadas. Me acuerdo del cariño por sus colores, de las coñas del speaker, de los rumores acerca de las fiestas de los jugadores, de las historias de Don Manué, de los derbis con los palangana, me acuerdo de tantas cosas y la mayoría ni las he vivido. ¿Cómo puede alguien transmitirte nostalgia por algo que no has vivido? ¿Será verdad que ser del Betis es lo mejor que hay? Nunca lo sabré.

Qué rabia da no poder cambiar lo que dicta tu corazón: nunca seré Bético, sólo simpatizante. Por mucho que ellos lo intenten, me inviten, me cuenten, me lleven a verlo, por mucho que cante los goles y sufra con las derrotas, no me puedo mentir a mí mismo. No lo siento de verdad. No soy diferente. Nunca podré decir orgulloso que soy “Bético y Trianero, qué más quiero”.

-Pues no sabes lo que te pierdes, Illo.
-No, si eso es lo peor: que gracias a ti, ahora sí lo sé...

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El Barça empató a uno. El partido acabó tres a dos a favor de los blaugrana, prórroga incluida. Recuerdo el subidón cuando Figo marcó el gol de la victoria. Otra copa más al zurrón. A la butxaca.

Ahora, con ese bagaje que suponen tantos años y tantos partidos, tantos títulos y tantos goles, con el matiz que supone saber de primera mano cómo se vive el fútbol desde orillas del Guadalquivir me lamento amargamente: qué lástima, me digo, qué rabia. Esa copa debió marcharse a Sevilla.

Cuánto me gustaría haberme llevado ese disgusto. Quién sabe, quizá se me habría escapado un Força Barça, manque pierda.





Va por ti.

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Demasiado tarde