Stefan is also the founder of Carrison
and Cocodrilo Productions

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Stefan también es el fundador de
Carrison
y Cocodrilo Productions

El Primero


Se habla del primer beso, la primera novia, el primer pitillo. El primer coche. La Primera Vez.
Hay quien tiene honda memoria y logra amarrar su bote en puertos que para muchos quedaron anegados: el primer gol, el primer vuelo, el primer encuentro frente al mar azul, inmenso y sabio.


Algunas de esas primeras experiencias son hermosas, suaves, reflejo de épocas en las que éramos más jóvenes y descubríamos el mundo y a nuestros semejantes. El primer amanecer envuelto en brazos ajenos. Otras se extienden en el tiempo: el primer perro, el primer piso. Al final, cada cual selecciona de manera más o menos voluntaria qué se lleva en la mochila: el primer ramo de rosas, la primera pelea.
Cuando uno echa la vista atrás puede estar más o menos orgulloso y satisfecho en función de las decisiones que tomara y de la suerte que tuviera. Sea como sea, muchas de esas primeras veces son ineludibles: son pasos marcados hacia la madurez. Etapas repartidas a lo largo de nuestra vida. Muchas de ellas antes de los treinta, algunas después de los sesenta. Desde el primer corazón roto hasta el primer nieto.
Los años van cayendo, amontonándose en nuestras miradas –no se ve el mundo igual con quince que con setenta– y uno sabe que la memoria no siempre es respetuosa. No siempre es justa. Algunas canalladas se nos quedan encalladas mientras algunos destellos de felicidad desaparecerán para siempre.



Existe uno, un rincón en concreto, que merece estas líneas. En ese rincón se esconde un niño, una niña, una personita que nos abrió la puerta a un mundo mágico y necesario: la amistad. ¿Quién fue nuestro primer amigo? ¿Nuestro primer mejor amigo? Aquel que justificó que "amistad, sin ese, es a mitad; mitad pa'ti, mitad pa' mí".
Nunca la línea entre amigos y conocidos fue tan tenue como hoy en día. Algunas redes sociales intentan vulgarizar el concepto de amistad hasta límites insoportables. Por suerte, su fracaso radica en que las personas, en el fondo, sabemos quién gritará "presente" a las duras y a las maduras y quién se conformará con comentar “qué rico” cuando publiquemos una foto de nuestra última receta. Quién dará la cara, quién se borrará. Las redes sociales permiten que, entre tanta paja, tengamos a mano nuestros agujas. Nuestros alfileres, aquellos con los que tejimos nuestra infancia, aquellos con quien tejeremos las mejores historias que nos esperan por el camino. Aquellos gracias a los cuales zurciremos nuestros desgarrones.
Mantenemos contacto con aquellos que siempre estarán a nuestro lado. Son nuestros mejores amigos pero, claro, eso no se dice abiertamente. Cuando eres un adulto esas chiquilladas ya no se llevan. Por favor. No estamos en un patio de colegio. Ahora somos gente seria.
Sin embargo, hubo una época durante la cual sí corríamos por ese patio de colegio y admitíamos sin rubor que teníamos un mejor amigo. Nuestro primer mejor amigo. Inocentes, sentíamos orgullo al saber que era recíproco, que éramos un equipo perfecto. Fueron los días en que descubrimos lo que es confiar en otra persona, compartir risas y riñas. Solos éramos poco y con él lo éramos todo. Todo lo que quisiéramos ser: futbolistas, aventureros, soñadores. Tertulianos, debatiendo por qué el rojo es mejor que el azul, por qué Óliver molaba más que Mark Lenders.


Recuerdo a mi primer mejor amigo. También recuerdo que, mala pata, nos cambiaron de clase con ocho o nueve añitos. Hicimos nuevos amigos, nos alejamos. Para cuando teníamos diez años ya no éramos inseparables. Traicionamos ese pacto tácito de siempre cubrirnos las espaldas. Nos distanciamos y, pese a compartir patio y pandilla, no mantuvimos la misma complicidad. Años después, universidad en Madrid, universidad en Alicante, perdimos contacto casi por completo.
Afortunadamente, hace unas semanas nos vimos. Dos veces en lustro y medio, de estudiantes a currantes, ha llovido. Me alegré mucho de charlar con él porque, será la edad o será el hecho de que bajo muy poco a España, sé que de no haberlo visto me habría vuelto a Finlandia con una pequeña sensación de vacío y una punzada de remordimiento. Obviamente, no le conté nada de esto. No quise remover el pasado ni necesito explicaciones por algo tan natural como que la vida da vueltas y te acercas o te alejas de la gente según pasan los años. No pretendo disculparme por haberle fallado ni pretendo halagarle por victorias pasadas. Él tampoco. Fueron veinte minutos hablando de obviedades -trabajo, familia y viejas batallas- y poco más. No dio para más. Luego hablamos con el resto de la tropa allí congregada, cañítas, bromas, cachondeo y alguna mala pasada: rupturas, paro, dificultades. Esos minutos me llenaron un vacío al que llevaba dándole vueltas demasiado tiempo. Ahora sé de primera mano que le va bien pero trabaja durísimo para ganarse estatus, respeto y forjarse un futuro. También intuyo que hubo momentos muy duros -esos no salen en Facebook- y que yo no estuve a su lado. Pese a ello, comprobar que ha sabido pelear y salir adelante me llena de un orgullo que, en el fondo, no me pertenece.

Quizá ya no seamos mejores amigos, quizá ya no seamos ni siquiera amigos cercanos pero me alegré poder mirarle a los ojos y reconocer al muchacho que una vez fui. Ver en él los días en los que juntos descubrimos que la amistad es magia, que un mejor amigo era un apoyo para las primeras caídas, un cómplice para las primeras trastadas y un aliado perfecto para compartir las pequeñas aventuras que aquel patio de colegio escondía entre sus cuatro paredes. Aquellos días en que todavía podías salvarte a ti y a los demás con un simple grito: "por mí, por todos mis compañeros y por mi primero".

Quién sabe, quizá sí deba sentirse orgulloso de mí. Quizá yo deba sentirme orgulloso de él.

Quizá algún día se lo diga: "por mí, por todos mis compañeros y por ti, el Primero".

La cara A

Por todos