Stefan is also the founder of Carrison
and Cocodrilo Productions

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Stefan también es el fundador de
Carrison
y Cocodrilo Productions

La cara A


Durante mi última visita a Alicante encontré una vieja cinta con una única etiqueta manuscrita que dice "Cara A -96". Sin más. Sin dar pistas. Sin añadir detalle alguno de las sorpresas que puede contener. El propósito de la etiqueta es simplemente informar del año y diferenciar las dos caras, de plástico negro. No sé por qué no estaba con las demás supervivientes, de no ser por mi letra ni siquiera estaría seguro de que es mía.
Me pregunto qué sentiré al pasearme por sus noventa minutos, qué se ha estado callando desde el 96. Sea lo que sea, sé que me producirá una intensa punzada de nostalgia. Me espera un viaje a los días en los que yo holgazaneaba plácidamente al calor del mediterráneo, mucho antes de migar al Norte. Me espera una punzada de 17 años de profundidad. Ha llovido. Ha nevado.


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Todavía recuerdo cuando escuchaba la radio con los dedos apoyados sobre los botones REC y PLAY del radiocasete. Era un aparato desvencijado cuyas teclas hacían ese chasquido tan particular, tan analógico, al apretarlas. Un "tchak" seco que había que ahogar con almohadas para no despertar a mis padres cuando, bien entrada la noche, hacía de DJ improvisado en mi cuarto.
Podía pasarme horas como un cazador paciente esperando a que pusieran la canción que andaba buscando. Ese tema que redondeara una cinta casera hecha a base combinaciones improbables: meter a U2 con Celtas Cortos, juntar a Aerosmith con Ketama o mezclar No me pises que llevo chanclas con, bueno, cualquier cosa, la verdad, siempre resultaba improbable. Además, la grabación espontánea añadía otros ingredientes por error que le daban color y sustancia a la obra final: señales horarias, coletillas de locutor, algunas interferencias. En definitiva, era la época en la que no tenía medios para comprarme las cintas originales así que me iba construyendo mi propia colección mezclando artistas legendarios con bandas de las que nunca más se supo. Cintas poperas, cintas rockeras y cintas, a ver cómo lo digo. Desechables. Eso. Digamos que tuve una época donde el Máquina Total no era necesariamente denostado. No me miréis así, pecados de juventud. Sigamos.

Tampoco olvidaré nunca el día en que heredé mi primer walkman, ese viejo walkman de mi hermano. Aquello para mí fue el acabose. La portezuela no cerraba del todo, se comía algunas cintas y la tapa de las pilas ni estaba ni se la esperaba. Sin embargo, el bicho funcionaba. Me lo llevaba a todas partes con una o dos de mis compilaciones zarandeándose en la mochila. A pie, en bici, en el coche de mis padres, yo lucía mis cascos horteras en todas partes -ser hortera todavía estaba a la moda.
La siguiente etapa fue más corta. Fue la de un walkman más avanzado. Un cacharro con más botones, opciones misteriosas -a falta de internet nunca me tomé la molestia de investigar eso del CrO2-, pijadas varias pero, cuidado: ¡con auto-reverse! Ojito. Supongo que llamar a esa función “se da la vuelta solico” se les quedaba un poco largo, autogiro ya estaba cogido y auto-vuelta sonaba a paseo dominguero. Todavía me acuerdo de la primera vez que lo usé, esa primera vez en que la cinta llegaba al fin de la cara A, un cabezal desbocado, otro a cámara lenta, y yo mirando, a ver, a ver cómo se las ingenia para darle la vuelta sin abrirse. Qué tipo de brujería permitirá a la cinta girarse desde dentro. Cuánta tensión: ese momento en que la cinta llegó al final, un parón de un par de segundos, un clickclack, y los cabezales saltando en dirección contraria. Hosti tú. Magia. Impresionante documento. Eso sí, esta maravilla de la ciencia no traía radio incorporada, jate tú qué fallo, por lo que yo seguía llevando un transistor ochentero en la mochila -aunque ésa es otra historia. Pese a ello, para mí era el padre de todos los walkman, la joya de la corona. La leche en bote, en cartón y en botella.
Lamentablemente, no utilicé demasiado esa increíble pieza de ingeniería porque se solapó con la explosión del formato CD y yo piqué, como picamos todos. Nunca entenderé cómo pudieron colarnos un soporte como ése. Las cintas no eran una solución ideal pero se podían apilar sin miramientos, grabar y regrabar sobre la marcha y rebobinar con un lápiz. Habrá quien vea eso último como un defecto, quizá me ciegue la nostalgia.

El supuesto salto tecnológico con los compact discs -es un plural complicadete en voz alta, ¿no?- dejaba mucho que desear. Los primeros lectores portátiles saltaban con la mínima sacudida: Ana Torroja parecía tartamuda si escuchabas algo de Mecano en el autobús y la única canción que sonaba mejor con baches era Scatman. Además, los propios CDs se rayaban –y se siguen rayando, los muy canallas– con una facilidad pasmosa. El nuevo formato quizá tenía ventajas en cuanto a la calidad del sonido pero traía de serie bastantes quebraderos de cabeza. Vale, podías saltar de canción a canción en segundo y medio pero también podías tirarte veinte minutos embalando las infames cajitas de plástico para que no reventaran al ser zarandeadas en esa misma mochila que tanta música había transportado antes sin problemas. Una solución al problema pasaba por comprar fundas y archivadores para llevar tu música a salvo pero eso acarreaba una consecuencia escalofriante: no poder salir de casa hasta haber rellenado los 36 espacios disponibles del archivador. En el fondo, tú sólo querías llevarte lo último de Maná -soy un chico alegre-, el grandes éxitos de Roxette, algo de los Cranberries y uno de Manowar -para entrar a clase motivado- pero, pasados 45 minutos de dudas, sudores fríos y remordimientos, acababas llevándote 37 CDs: uno por hueco salvo en el último en el que llevabas "Talk on corners" y "Forgiven not Forgotten" por no poder elegir. Y así ibas por la vida, cargando quince kilos de música que no ibas a escuchar y con dos originales de los Corrs que se iban rayando mutuamente porque eras tan lerdo que los habías guardado cara a cara en lugar de dorso a dorso. Tiene delito. Y si no, debería estar tipificado.
Gracias a dios, y a los yanquis, aterrizó Internet en nuestras vidas. Explotó el formato MP3 y, con él, sus lectores. Llegó Napster –yo nunca lo usé, me lo contó un amigo– y el IRC, que no viene al caso pero me hace gracia mencionarlo. Recuerdo con cariño esa época: las discográficas haciendo lobby para darles las suyas y las de su prima a los fundadores de Napster y los internautas guardando un luto de minuto y medio, tiempo exacto para decidir si pasarse al Kazaa, Audiogalaxy u otro del mismo corte. De mangas. El corte, digo, a las discográficas.

En todo caso, aquel sí fue un gran salto evolutivo. Hoy en día conviven Spotify, Itunes, Youtube, Jamendo, radios virtuales y teléfonos que parecen fonotecas ambulantes. Nunca ha habido tanto acceso a tanta música y de manera tan sencilla. Ahora sí se puede decir que el desarrollo de formatos y soportes ha permitido un acceso masivo y muy diferenciado a música de cualquier época, género y continente. A mí, por ejemplo, no me duele pagar un eurico por canción porque sé que si la compro es porque la voy a escuchar hasta que me sangren los oídos -cuando se te mete una en la cabeza, se te mete. Y Spotify tiene cosas que me atacan pero es una locura: el acceso a miles de canciones, dónde y cuándo quieras. La inmensa mayoría de videoclips están en Tutubo e incluso hay aplicaciones para cazar al vuelo cualquier canción que oigas en el súper, un bar o la sala de espera del ginecólogo -si es Barry White, cambia de ginecólogo. En todo caso, el siglo XXI permite afirmar que cualquiera que viva en un país del llamado primer mundo, si no escucha la música que él quiere es porque no le apetece.

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Esas son las etapas que recuerdo con mayor nitidez: radiocasete, walkman, discman, lector mp3, ordenador, teléfono.
Pensé que ya había pasado por todo, desde la nostalgia cuando veo un walkman en un mercadillo y le pulso las teclas, tchak, hasta la sonrisa burlona al comprobar que mi viejo móvil con capacidad para veinte canciones todavía funciona. Por eso me sorprendí cuando hace unas semanas, en casa de un amigo, éste se arrancó a poner música en un formato que me transportó al pasado, a cuando yo era un crío sin internet, sin móvil, sin cintas.

Helsinki, otoño 2012, un vaso de ron en la mano, mi amigo se acerca a su colección de discos. Discos de verdad, discos de vinilo. Elige uno, lo saca de la funda, lo mira, lo limpia, lo coloca, baja el brazo y, de repente, Johnny Cash despierta. Se arranca, rasga su guitarra, rasga mi memoria, me envuelve y me lleva de la mano de vuelta al pasado. Tengo 4 años, estoy en el salón, sentado en el sofá, mi madre lee, yo escucho. La suavidad de las notas, la calidez de las canciones, el ritual al darle la vuelta al vinilo. La magia, la armonía. La melancolía por las notas que pensabas perdidas en tu almanaque de fechas tachadas.

Quizá sea hora de darle una oportunidad a esa vieja cinta. "Cara A -96".
Quién sabe dónde iré a parar. Quién sabe cuándo iré a parar.


Súper-dúper-tupper

El Primero